DANIEL CANOGAR
La tecnología se ha convertido ya en nuestra segunda piel. Nuestro cuerpo es otro, un organismo metamórfico y cambiante, que ha tenido que habituarse en un periodo sumamente breve a la nueva velocidad de la vida y al vértigo de la proliferación envolvente de imágenes. Nuestros umbrales perceptivos oscilan entre la desorientación y la fusión con la máquina. La sensación de que lo que somos se nos escapa, si es que aún "somos" algo o alguien, es cada vez más acusada. Es difícil no experimentarla cuando la ilusión, la imagen, parece más real que la vida misma. El mundo se ha vuelto un fluido de luces y sombras. Una proyección desde una máquina oculta. Una fantasmagoría global.
Inquietante y hermosa, la obra de Daniel Canogar fluye toda ella desde esos interrogantes del sentido que hacen de nuestro mundo un escenario cada vez más insólito, extraño. Su vehículo expresivo primario es la fotografía, pero ya desde sus primeras obras que registraban a ras de suelo las masas corporales indefinidas de los viandantes, Canogar apuntaba lo que terminaría siendo el eje de gravedad de su trabajo: la expansión espacial de la imagen. La fotografía se dilata. Juega con la luz y la sombra. Con la interposición de cuerpos translúcidos y opacos. Vidrio o metacrilato. Personas o máquinas. Las imágenes resultantes se alargan o contraen, rebotan o se cortan. Los efectos de anamorfosis se hacen continuos: lo que vemos depende enteramente del lugar desde el que miramos. Y nuestro propio cuerpo interviene decisivamente en ello: bloquea o permite la visión.
Canogar indica que su preocupación es "crear movimiento con imágenes estáticas". En la definición de ese objetivo resultó determinante la documentación que reunió para la preparación de su libro sobre las exposiciones universales. Se acrecentó entonces su interés por "las dinámicas que funcionan en los espectáculos en los que el público está rodeado por las imágenes." Se trata de incorporar el propio aparato, el artilugio de proyección, a la obra.
El planteamiento remite a las experiencias de "captación" y representación del movimiento que el ojo mecánico, la cámara fotográfica, hizo posible por vez primera en el siglo XIX. A la descomposición del movimiento en imágenes con una precisión nunca antes alcanzada, que permitió la "cronofotografía" de Jules Marey o Edward Muybridge, decisivos ya para la vanguardia artística de comienzos del siglo veinte. Pero Canogar puntualiza que su interés por esas experiencias se sitúa no tanto en sus aspectos plásticos, como en las dimensiones cinética, científica y tecnológica.
Probablemente, porque todo un mundo nos separa hoy de los referentes de aquella vanguardia. Por un lado, "la máquina" ha crecido, su presencia se ha hecho todavía mucho más rotunda. Por otro, el conjunto de la realidad, empezando por nuestro propio cuerpo, tiende de forma imparable a la evanescencia, a la desmaterialización. La obra de Canogar busca dar volumen a la imagen, convertirla en escultura. Restituir el perfil del cuerpo, rescatarlo de la fantasmagoría que lo disuelve.
El cine es uno de los impulsos decisivos en la determinación de ese objetivo, precisamente por "la desorientación corporal" que produce, como indica Canogar. Que recuerda, en ese sentido, la observación del gran artista coreano Nam June Paik: "el cine no es ver, es volar". Eso es lo que muestra su obra. El cuerpo y la carne: distorsionados, fragmentados, asediados. Invadidos por un bosque de manos. Por cables, filamentos y haces de luz.
Nos sentimos interpelados. Del vuelo en la oscuridad de la sala de cine nos deslizamos al sueño de angustia. A la pesadilla. Lo más íntimo: nuestro propio cuerpo, se convierte de forma repentina en algo desconocido. Es el universo de lo siniestro: un juego de extrañamiento que la tecnología lleva hasta el paroxismo. El último umbral va de fuera a dentro: de la piel al interior anatómico. Ese interior reservado antiguamente a la mirada científica de la medicina y hoy, una vez más a través de la tecnología, al alcance morboso de cualquier ojo.
Canogar señala que sus referencias al cuerpo, tan centrales en su obra, tienen que ver en general con "el miedo a abrirse al otro". Y de modo particular a ese "gran otro" que es la tecnología. Se trata, en el fondo, de reivindicar la carnalidad, de "reescribir lo que significa tener un cuerpo", cuando una y otra vez lo sentimos, nos sentimos, como algo intensamente torpe ante la tecnología. Así, y en último término, el trabajo artístico se convierte en un medio simbólico. Un medio particularmente adecuado para dar cuenta de la "dificultad de procesar", de asimilar, de digerir, este tiempo de extrema complejidad y confusión que estamos viviendo. Un tiempo en el que la carne se hace imagen, se volatiliza. En el que el cuerpo se funde con la máquina: mecánica, electrónica, digital. En el que difícilmente sabemos separar la luz de la oscuridad. La carne se ha hecho sombra. Fantasmagoría.
Inquietante y hermosa, la obra de Daniel Canogar fluye toda ella desde esos interrogantes del sentido que hacen de nuestro mundo un escenario cada vez más insólito, extraño. Su vehículo expresivo primario es la fotografía, pero ya desde sus primeras obras que registraban a ras de suelo las masas corporales indefinidas de los viandantes, Canogar apuntaba lo que terminaría siendo el eje de gravedad de su trabajo: la expansión espacial de la imagen. La fotografía se dilata. Juega con la luz y la sombra. Con la interposición de cuerpos translúcidos y opacos. Vidrio o metacrilato. Personas o máquinas. Las imágenes resultantes se alargan o contraen, rebotan o se cortan. Los efectos de anamorfosis se hacen continuos: lo que vemos depende enteramente del lugar desde el que miramos. Y nuestro propio cuerpo interviene decisivamente en ello: bloquea o permite la visión.
Canogar indica que su preocupación es "crear movimiento con imágenes estáticas". En la definición de ese objetivo resultó determinante la documentación que reunió para la preparación de su libro sobre las exposiciones universales. Se acrecentó entonces su interés por "las dinámicas que funcionan en los espectáculos en los que el público está rodeado por las imágenes." Se trata de incorporar el propio aparato, el artilugio de proyección, a la obra.
El planteamiento remite a las experiencias de "captación" y representación del movimiento que el ojo mecánico, la cámara fotográfica, hizo posible por vez primera en el siglo XIX. A la descomposición del movimiento en imágenes con una precisión nunca antes alcanzada, que permitió la "cronofotografía" de Jules Marey o Edward Muybridge, decisivos ya para la vanguardia artística de comienzos del siglo veinte. Pero Canogar puntualiza que su interés por esas experiencias se sitúa no tanto en sus aspectos plásticos, como en las dimensiones cinética, científica y tecnológica.
Probablemente, porque todo un mundo nos separa hoy de los referentes de aquella vanguardia. Por un lado, "la máquina" ha crecido, su presencia se ha hecho todavía mucho más rotunda. Por otro, el conjunto de la realidad, empezando por nuestro propio cuerpo, tiende de forma imparable a la evanescencia, a la desmaterialización. La obra de Canogar busca dar volumen a la imagen, convertirla en escultura. Restituir el perfil del cuerpo, rescatarlo de la fantasmagoría que lo disuelve.
El cine es uno de los impulsos decisivos en la determinación de ese objetivo, precisamente por "la desorientación corporal" que produce, como indica Canogar. Que recuerda, en ese sentido, la observación del gran artista coreano Nam June Paik: "el cine no es ver, es volar". Eso es lo que muestra su obra. El cuerpo y la carne: distorsionados, fragmentados, asediados. Invadidos por un bosque de manos. Por cables, filamentos y haces de luz.
Nos sentimos interpelados. Del vuelo en la oscuridad de la sala de cine nos deslizamos al sueño de angustia. A la pesadilla. Lo más íntimo: nuestro propio cuerpo, se convierte de forma repentina en algo desconocido. Es el universo de lo siniestro: un juego de extrañamiento que la tecnología lleva hasta el paroxismo. El último umbral va de fuera a dentro: de la piel al interior anatómico. Ese interior reservado antiguamente a la mirada científica de la medicina y hoy, una vez más a través de la tecnología, al alcance morboso de cualquier ojo.
Canogar señala que sus referencias al cuerpo, tan centrales en su obra, tienen que ver en general con "el miedo a abrirse al otro". Y de modo particular a ese "gran otro" que es la tecnología. Se trata, en el fondo, de reivindicar la carnalidad, de "reescribir lo que significa tener un cuerpo", cuando una y otra vez lo sentimos, nos sentimos, como algo intensamente torpe ante la tecnología. Así, y en último término, el trabajo artístico se convierte en un medio simbólico. Un medio particularmente adecuado para dar cuenta de la "dificultad de procesar", de asimilar, de digerir, este tiempo de extrema complejidad y confusión que estamos viviendo. Un tiempo en el que la carne se hace imagen, se volatiliza. En el que el cuerpo se funde con la máquina: mecánica, electrónica, digital. En el que difícilmente sabemos separar la luz de la oscuridad. La carne se ha hecho sombra. Fantasmagoría.