GERMÁN GOMEZ
Es un poco más tarde de las diez y media de la mañana cuando llamo al
portero automático. Escaleras arriba, Germán me saluda con una gran sonrisa y
me invita a pasar a su estudio. En una de las paredes, cuatro grandes
fotografías que me recuerdan mi primer contacto con la obra de Germán Gómez (Gijón, 1972). Fue hace unos años en ARCO, donde
expuso en un stand monográfico una selección de su serie Fichados / Tatuados. Ya entonces me sorprendió uno de sus rasgos más
distintivos: su manera sincera y frontal de retratar con inmensa sensibilidad
cuerpos y rostros aparentemente vulgares. La misma sinceridad está presente en
el trato personal de este madrileño nacido en Asturias, tremendamente atento y
que vive rodeado de obras propias y ajenas que, en su estudio, adquieren una
dimensión especial y conforman una suerte de biografía mural.
No es de extrañar que durante todo
nuestro encuentro suene en algún punto del estudio un disco de arias de Haendel.
El barroco es una de las referencias estéticas básicas para entender la obra de
Germán Gómez. Ya en 2001 una pequeña serie dentro de “Yo, tú, él,ella,
nosotros, nosotras, vosotros, vosotras, ellos, ellas” (recientemente
recogido en un libro editardo por EXIT)
estaba consagrada a recrear fotográficamente algunas de las pinturas más
famosas de Caravaggio. Ahora, algunas de estas obras cuelgan de las
paredes de su estudio.
En ellas, la luz violenta cae rotunda y precisa sobre los protagonistas, niños y adolescentes discapacitados que de este modo adquieren una fuerza plástica de una estremecedora belleza. Los modelos para estas imágenes fueron los alumnos de Germán, que por aquel entonces trabajaba como profesor en un colegio de Educación Especial y que ya había empleado este mismo motivo en sus primeros trabajos fotográficos. Algunas de estas obras fueron las que le valieron, en 2001, el Primer Premio Nacional de Fotografía Injuve, uno de los puntos de partida fundamentales en su carrera como artista plástico. Desde hace unos años, la Galería Fernando Pradilla representa, difunde y vende sus obras y, gracias a ello, hoy por hoy Germán Gómez vive de su producción artística, que le ha llevado a exponer en varios continentes y ser uno de los nombres más cotizados de la creación española actual.
Pero volvamos a lo que verdaderamente importa. Ya en estas obras, Germán establecía uno de sus principales focos de interés: la belleza inherente a lo aparentemente imperfecto, a lo defectuoso, a lo irregular. Sus fotografías en contadas ocasiones muestran rostros o cuerpos perfectos; él lo corrobora y manifiesta su preferencia por lo particular, los defectos que dotan de singularidad a una persona: “no me interesa la perfección. Si sumáramos rasgos perfectos para construir un rostro ideal probablemente obtendríamos un monstruo”. Quizás es esto lo que se propone con su serie “Compuestos”: una serie de retratos construidos a partir de recortes de otros retratos yuxtapuestos y cosidos. El resultado es inquietante y enormemente expresivo. En una época en la que los medios digitales permiten construir falsas perfecciones con absoluta minuciosidad, Germán Gómez opta por coser con hilo estos retazos para dejar a la vista su proceso compositivo y reivindicar la materialidad de su creación. De este modo, estos rostros inexistentes elaborados a partir de costuras plantean directamente la idea de la construcción de la belleza y la creación de monstruos perfectos, de criaturas de Frankenstein, de identidades mutiladas y recompuestas en busca de un ideal que se revela trágico e inexistente.
Porque si algo caracteriza la obra de Germán Gómez, es la absoluta
honestidad de su mirada. Sus imágenes transmiten la inmediatez de lo real y
manifiestan su interés por lo fisonómico. “Me interesan los rostros y, sobre
todo, los ojos, las miradas”, afirma. Por ello, quizás, en sus obras huye de
los modelos profesionales o de personas con mucha experiencia ante una cámara.
La búsqueda de modelos para sus obras se convierte entonces en una labor
continua y siempre inacabada. Conocidos, gente encontrada por la calle... en su
búsqueda de lo auténtico, las sesiones de toma de fotografía suponen una
auténtica investigación acerca de la persona que tiene delante. “Siempre
retrato a personas que significan algo para mí, que tienen una relación más o
menos cercana conmigo”, afirma, y añade: “no soy capaz de retratar a gente de la que no sé nada. Me
interesan los cuerpos que cuentan una historia”. Las miradas tímidas, oblicuas, huidizas de sus
modelos son otro de sus señas de identidad. Posan como posa cualquiera, miran
como mira cualquiera, y Germán es capaz de captar esa inexperiencia que, en el
fondo, es uno de los elementos que más autenticidad aporta a sus obras. Por
ello quizás siente predilección por los grandes formatos, a tamaño natural, por
la iluminación precisa y frontal y por las composiciones sencillas. A través de
todos elementos, la mirada del personaje retratado cobra vida, sale de la
superficie fotográfica y se presenta tal cual es ante los ojos del espectador,
que tiene la impresión de estar viendo algo demasiado frontal, demasiado
inmediato, demasiado vivo.
La razón de todo esto probablemente sea que Germán Gómez no es sólo un
fotógrafo ni un retratista. Es un artista con un fuerte componente conceptual
que, a través de los rostros y los cuerpos ajenos, siempre habla de un único
tema: él mismo. Sorprende hallar este elemento autobiográfico en un creador que
jamás se representa directamente en sus obras y que, como buen fotógrafo, es reticente
a ser fotografiado. Sin embargo, Germán Gómez es uno de esos artistas que
entienden su trabajo comocomunicación, confesión y texto manuscrito. El ejemplo más claro de ello quizás sea la ya
citada serie Fichados / Tatuados: cincuenta retratos masculinos a tamaño natural
donde los protagonistas muestran sus tatuajes. Cada retrato va acompañado por
una ficha policial donde, además de los datos de cada individuo y de una
clasificación física un tanto fría (raza, color de ojos...) y delicitiva (con datos
como el nivel de agresividad o consumo de drogas), un pequeño apartado refleja
las marcas físicas del “fichado”, sus cicatrices y tatuajes.
Hasta aquí podríamos estar hablando de un
proyecto fotográfico al uso, de un trabajo conceptual acerca de la identidad y
nada más (lo cual ya sería una obra considerable). Sin embargo, las imágenes
cobran un nuevo sentido por el hecho de que los motivos de los tatuajes son la condensación simbólica de
50 elementos de la biografía del fotógrafo. Palabras, imágenes, retratos o iconos pueblan
los cuerpos de estos personajes que se convierten de este modo en páginas de
una confesión vital. Por otro lado, la elección del tatuaje en vez de otro modo
de representación dice mucho acerca de la forma en que Gómez entiende el mundo:
la vida deja marcas, cicatrices, huellas que difícilmente pueden ser borradas,
como si fueran tatuajes. En el fondo, el artista es el fichado y el tatuado. El
uso de este lenguaje, encuadrado en el resto de la obra del autor, conduce
inevitablemente a una pregunta acerca del material expresivo que utiliza Germán
Gómez, que es tanto la fotografía, en la que demuestra un talento más que
notable, como el uso del cuerpo humano como
lienzo, como soporte de un lenguaje que –ahora lo comprendemos- difícilmente
puede ser expresado de otro modo.
“Sólo me interesan los artistas que hablan de sí mismos, de lo que les interesa, de lo que les duele”, cuenta Germán mientras da un sorbo a su café y juguetea con su nuevo compañero de piso, un cachorro que responde al peculiar nombre de Haendel. Ya en sus años de estudiante, su profesora, la celebérrima Cristina García Rodero le aconsejó que fotografiase aquello que le gustara, que le interesara, que realmente quisiera contar. Desde luego, no se le puede negar cierta clarividencia a la que hoy por hoy es de lejos la mejor fotógrafa de este país: Germán Gómez ha construido una carrera sólida a través, fundamentalmente, de una enorme sinceridad respecto a su obra. No se trata tanto de una exhibición brutal a lo Tracey Emin como de la dolorosa verdad de la pintura de Bacon, de un arte como lenguaje íntimo, como mensaje claro y profundo dirigido al espectador. En su serie “Del susurro al grito”, por ejemplo, ha querido plasmar el momento en el que la catástrofe (la enfermedad, la tragedia, los fracasos personales) disloca por completo la vida de un individuo, que es el modelo que posa. La imagen se convierte así en catarsis y también en reflejo de la desolación, la desesperación y la rabia que encuentran su expresión en el grito: grito de un grito, doblemente grito, cada fotografía es la constatación de un humanismo consciente, una verificación de los límites del cuerpo y un viaje a las simas más profundas del hombre, que no por oscuras dejan de ser humanas.
“Sólo me interesan los artistas que hablan de sí mismos, de lo que les interesa, de lo que les duele”, cuenta Germán mientras da un sorbo a su café y juguetea con su nuevo compañero de piso, un cachorro que responde al peculiar nombre de Haendel. Ya en sus años de estudiante, su profesora, la celebérrima Cristina García Rodero le aconsejó que fotografiase aquello que le gustara, que le interesara, que realmente quisiera contar. Desde luego, no se le puede negar cierta clarividencia a la que hoy por hoy es de lejos la mejor fotógrafa de este país: Germán Gómez ha construido una carrera sólida a través, fundamentalmente, de una enorme sinceridad respecto a su obra. No se trata tanto de una exhibición brutal a lo Tracey Emin como de la dolorosa verdad de la pintura de Bacon, de un arte como lenguaje íntimo, como mensaje claro y profundo dirigido al espectador. En su serie “Del susurro al grito”, por ejemplo, ha querido plasmar el momento en el que la catástrofe (la enfermedad, la tragedia, los fracasos personales) disloca por completo la vida de un individuo, que es el modelo que posa. La imagen se convierte así en catarsis y también en reflejo de la desolación, la desesperación y la rabia que encuentran su expresión en el grito: grito de un grito, doblemente grito, cada fotografía es la constatación de un humanismo consciente, una verificación de los límites del cuerpo y un viaje a las simas más profundas del hombre, que no por oscuras dejan de ser humanas.
En una línea parecida, uno de sus últimos trabajos,“Condenados”, es una monumental serie de fotografías cosidas y
encapsuladas que reproducen con una fidelidad extrema las figuras que Miguel
Ángel colocó en la parte intermedia (entre el Cielo y el Infierno) de su Juicio
Final en la Capilla Sixtina.
Además de un guiño a la sensibilidad barroca y manierista de Buonarroti
–un artista por cuya biografía y obra se confiesa fascinado- Germán Gómez ha
buscado subrayar el carácter absolutamente trasgresor de unas composiciones que
en su momento el florentino camufló bajo el pretexto de su inspiración bíblica
y apocalíptica y que en realidad suponían una doble provocación: una formal, debido a lo explícitamente erótico
de los cuerpos, sus posiciones y la interacción entre ellos, y otra moral, ya
que Miguel Ángel situó en este estrato a todos aquellos personajes que durante
su vida le habían perjudicado. Los “Condenados” de Germán Gómez prosiguen esta labor
de condensación simbólica en ambos sentidos. Por un lado, al presentarse de
manera aislada y fotográfica, las torturadas composiciones revelan una
reflexión directa y desnuda sobre la belleza del cuerpo masculino desvelado y
en tensión y, por otro, los protagonistas de estas obras, los modelos, son
personas que, por una razón u otra –su raza, su nacionalidad, su enfermedad, su
orientación sexual o su posición social- son los “condenados” del siglo XXI,
los considerados por parte de la sociedad bienpensante como disfuncionales o
marginales. Aunque en una vertiente más social, los “Condenados” de Germán Gómez son obras que van
mucho más allá del muy postmoderno gesto de apropiación de una obra ajena:son una expresión de las inquietudes del autor y
de su voluntad comunicativa y estética.
Esta sinceridad, como no podía ser de otro modo, impone sus propias
condiciones en el juego que Germán practica. Durante la entrevista, me comenta
que sus obras están derivando en estos últimos tiempos hacia una estética más
dura, menos retórica, quizás menos amable. Probablemente sea el precio que
tenga que pagar por decir la verdad en sus obras. Sin embargo, me cuesta creer
que esto vaya a restar atractivo a su producción. Probablemente sea un
resultado más depurado, más refinado aún. Pero, violenta o no, incómoda o no, es difícil que nunca
desaparezca en su obra su mayor baza: una irrefutable belleza que tiene algo de
terrible y de doloroso y que, más que un rasgo de estilo, es toda una
declaración de principios.